La historia terminó en una góndola de segundas marcas, muy lejos de los focos de atención con los que el mundo deportivo la habían alumbrado hasta hace poco: la victoria 3-0 como visitante ante Chipre el 13 de noviembre de 1991, ante menos de 4.000 personas en Limassol por las Eliminatorias a la Eurocopa del año siguiente, fue el estertor final de la selección de Unión Soviética, un país (y una utopía comunista) que se disolvería un puñado de semanas después, el 25 de diciembre.

Atrás quedaban 369 partidos jugados desde 1923 como el brazo deportivo de la revolución bolchevique, 88 de ellos en el Luzhniki, el estadio en el que este jueves comenzará el Mundial 2018, y una reputación de equipo mecanizado, con jugadores que no sonreían, fríos como Siberia, pero al que nadie quería enfrentarse. La mamuskha superior de la que se desprendió la actual Rusia puede sintetizarse en varias figuras inspiradoras (Lev Yashin, Oleg Blojin, Rinat Dassaev, Oleg Protasov), algunos títulos (la Eurocopa de 1960, el Mundial Juvenil de 1977, la medalla de oro en Seúl 1988), el papel de partenaire en celebraciones ajenas (la victoria de Argentina y Maradona en la final del Mundial Sub 20 en 1979, el golazo de Marco Van Basten en la definición de la Eurocopa 1988), una habitual participación en los Mundiales con sabor a pan duro (participó en siete Copas del Mundo pero no pasó de la semifinal de 1966), una hermosa camiseta con una sigla que daba para chistes (CCCP, Con Colombia Casi Perdemos, sacaron pecho los colombianos tras el sorpresivo 4-4 del Mundial 1962), tres enfrentamientos emblemáticos contra Argentina (Yashin en el Monumental en 1961, el triunfo en la nieve de Kiev en 1976, la fractura de Nery Pumpido y la mano de Diego Maradona en el Mundial 1990), y un extraño amistoso en 1982 en el interior de la provincia de Buenos Aires, como si fuera una lucha entre ideologías, contra Loma Negra de Olavarría, el equipo que dos años después se despediría de su utopía capitalista.

“El partido contra Unión Soviética se jugó un sábado al mediodía y nosotros ya habíamos empezado a concentrar el martes previo –recuerda, 36 años después, Luis Barbieri, arquero de aquel Loma Negra–. Ellos no tenían idea quiénes éramos: un equipo del interior del país sin ninguna relevancia internacional. Pero nosotros lo vivíamos como mucho más que un amistoso. Como yo era el capitán del equipo, gente del club me había hecho saber que, si ganábamos, el premio sería una invitación para todo el plantel a mirar el Mundial de España”.

A finales de 1980, Amalia Lacroze de Fortabat navegaba en la fortuna más grande del país, unos 1.800 millones de dólares, y como parte del imperio presidía Loma Negra, la fábrica de cemento que era la contratista favorita para las obras públicas de la dictadura, pero todavía no tenía ninguna relación con el fútbol. Ese vínculo comenzó en enero de 1981, cuando directivos de la cementera comenzaron a reunirse en Buenos Aires con jugadores de clubes porteños para llevarlos al equipo del barrio de la fábrica, un apéndice suburbano de 3.500 habitantes, separado a 9 kilómetros de Olavarría. Si el fútbol mundial hoy se mueve a base de petrodólares, en Argentina comenzaba el experimento de los cemendólares.

El Club Docial y Deportivo Loma Negra, que había sido fundado en 1929 para que los empleados de la fábrica participaran en la liga local, no tenía ninguna relevancia en el fútbol argentino. Es cierto que en noviembre de 1980 le había ganado la final de Olavarría a Estudiantes, pero eso apenas significaba la clasificación al Regional 1981, un torneo en el que debían participar 78 equipos del Interior y que, a través de una durísima depuración, apenas ofrecía cuatro plazas para el Nacional de ese año, el campeonato en el que sí jugarían el Boca de Maradona y el River de Kempes. Ningún futbolista de gran nivel hubiera firmado por Loma Negra si no fuera que los gerentes de la empresa comenzaban sus reuniones con una pregunta irresistible: “¿Cuánto querés ganar?”. Los jugadores respondían con cifras superiores a las que cobraban en Buenos Aires y acordaban de inmediato, pero se quedaban con la incómoda sensación de que podrían haber pedido más dinero –y que Loma Negra se los habría pagado–.

Como si fuera un técnico que informa la alineación titular, Loma Negra contrató primero a un arquero (Barbieri), después a un lateral derecho (Carlos Squeo, ex selección argentina, Boca y Racing) y siguió por el resto de defensores, mediocampistas y delanteros, entre ellos Mario Husillos, otro ex Boca. En el primer semestre de 1981, la que debería ser recordada como la primera Sociedad Anónima del fútbol argentino dejó atrás a grandes del Interior bonaerense, como Olimpo de Bahía Blanca, y a equipos chacareros, como Calaveras de Pehuajó. La clasificación al Regional corrió peligro por momentos (perdió una primera final ante Deportivo Roca, de Río Negro) pero cumplió el objetivo con un 6-1 ante Mitre de General Baldiserra, un pueblo cordobés de 2.000 habitantes.

 Ya clasificado al Nacional, que se jugaría en el segundo semestre del año, el plantel siguió reforzándose a pura chequera. Osvaldo Mazo, volante de Independiente, fue figura contra Boca un domingo de junio de 1981 y al miércoles siguiente llegó a Olavarría como nuevo refuerzo de Loma Negra. Félix Orte, delantero de Rosario Central que acababa de jugar la Copa Libertadores y seis meses atrás había sido campeón del Nacional, también se sumó al delirio futbolístico de Amalita. “En el Nacional del 81 empezamos ganándole 1 a 0 al Ferro de Griguol. En Olavarría no nos hicieron ningún gol, y eso que vino un River lleno de campeones del mundo, como Fillol, Passarella, Alonso y Kempes. Le ganamos a Talleres en Córdoba, a Sarmiento en Junín y a San Martín en Tucumán, y empatamos en el Monumental. Salimos segundos en el grupo con los mismos puntos que River, pero quedamos afuera por diferencia de gol. Ese mismo River sería campeón”, recuerda Barbieri.

Algunos detalles de aquel equipo hablan de un Cosmos de Nueva York en versión gaucha. Los futbolistas viajaban en charters privados, comían en restaurantes de lujo, dormían en hoteles cinco estrellas, jugaban amistosos internacionales (victoria ante Nacional, en el Centenario, empate contra Peñarol, en Olavarría), recibían seis pares de botines, vivían en casas a las que le cambiaban los muebles todos los años, presenciaban conciertos privados de Luciano Pavarotti y recibían la visita en helicóptero de su presidenta. Según el libro “Amalita”, de las periodistas Marina Abiuso y Soledad Vallejos, “Lacroze de Fortabat podía mandar su avión particular a buscar a algún jugador si deseaba comunicarle algo en persona o si quería que la escoltara a algún evento de Loma Negra, la empresa, en otra provincia. Era generosa. Hacía llegar relojes importados, arreglos de flores para las esposas y medallitas de oro con la Virgen Niña en cada nacimiento”.

El problema fue que, en 1982, el equipo quedó eliminado muy pronto en el Regional, contra Olimpo, y durante ese año ya no podría volver a competir contra los grandes de Primera. La participación en la Copa Beccar Varela, una especie de campeonato interligas de todo el país, era poca cosa. Amalita le prometió 50 dólares a cada jugador por cada gol que le convirtieran a Saladillo, en febrero, y Loma Negra llegó a 14. Hasta que una visita de la Unión Soviética, que se estaba preparando para el Mundial de España y que el 14 de abril debía jugar ante la selección argentina en el Monumental, fue vista como una forma de salvar el año de Loma Negra. Tres días después, el 17, los soviéticos se presentaron en Olavarría.

“Nuestro manager era Valentín Suárez, ex presidente de la AFA, que consiguió el acuerdo –retoma Barbieri–. Los rusos cobraron 30 mil dólares. El partido de la selección contra la Unión Soviética lo vimos en la cancha de River: Argentina empató 1 a 1 con un gol de Ramón Díaz, y nos volvimos enseguida a Olavarría para preparar el nuestro. Nosotros cobrábamos muy bien pero sabíamos que, para que Loma Negra continuara existiendo, teníamos que ganar todo lo que jugáramos. Ellos en cambio vinieron muy light, pensaron que nos harían 6 o 7 goles. Éramos un equipo de pueblo. Lo que más recuerdo de antes del partido es que había tanta expectativa que nos costó llegar desde el hotel hasta la cancha. Era un recorrido que habitualmente se hacía en cinco minutos, pero ese día había llegado mucha gente del centro de la provincia, de Tandil, de Bolívar, de Azul. El recibimiento fue espectacular: como era plena guerra de Malvinas, a la gente le daban una bolsa con papelitos celestes y blancos, que también eran los colores del equipo”.

Unión Soviética sumaba 17 partidos y tres años invictos, desde que en 1979 había perdido 3-1 contra Alemania Occidental. En el medio le había ganado 2-1 a Brasil en el Maracaná y 1-0 a Francia en Moscú, además de haber empatado otra vez ante Argentina, en Mar del Plata en 1980, y de haber conseguido la clasificación al Mundial de España. En Olavarría, los soviéticos presentaron una formación con varios de los futbolistas que no habían jugado ante Argentina tres días atrás (Dassaev fue suplente), aunque con algunas presencias fuertes, como la de Sergei Baltacha, el capitán. El partido fue televisado en directo por canal 11: las banderas de Loma Negra se confundían con las de Malvinas.

“La primera etapa terminó 0 a 0 –dice Barbieri–. Al llegar al vestuario para el entretiempo, vimos que Valentín Suárez entraba con un dirigente soviético que quería hablar con nuestro técnico, Rogelio Domínguez. Ahí nos enteramos de que era el traductor de la selección y que quería que jugáramos más tranquilos, que levantáramos el pie del acelerador. Pero claro, hicimos todo lo contrario. Cuando nos juntamos para la arenga antes de volver a la cancha, nos juramos dejar todo. Estaban asustados y queríamos aprovecharlo. En el segundo tiempo pusieron más titulares, pero sobre el final les ganamos 1 a o con gol de Husillos y no lo podían creer, se metieron en el vestuario apenas terminó el partido, sin siquiera saludarnos, y de ahí se fueron directo al hotel, a bañarse. Mi hermano era el utilero de Loma Negra y entró con lo justo a rescatar unas pelotas que le habíamos prestado para la entrada en calor. Ahí vio cómo un soviético se daba golpes de cabeza contra la pared. Estaba devastado”.

No sólo el comunismo ofrecía imágenes antropofágicas: también el capitalismo. Rogelio Domínguez, el técnico de Loma Negra, sería despedido a fin de ese año porque, según el libro de Abiuso y Vallejos, “Amalita lo sorprendió ‘con la camisa desabrochada y gritándoles a los muchachos’, y no hubo manera de explicarle a la viuda que ése era el director técnico y lo que hacía era su trabajo: dar indicaciones al equipo”. En 1983, Loma Negra volvió a clasificarse al Nacional y otra vez debió enfrentarse a River. Para visitar al Monumental, Amalita pagó el pasaje de 104 micros que trasladaron a 5 mil hinchas. El imperio también cubrió un menú con sandwichs, alfajores y gaseosas. Loma Negra terminó primero en su grupo pero fue eliminado en los octavos de final por Racing, y la apuesta futbolística de la cementera llegaría, tan pronto como había surgido, a su fin. Las burbujas de cemento también explotan.

“Al final no viajamos al Mundial de España como premio por ganarles a los soviéticos –cierra Barbieri–. La Guerra de Malvinas, con razón, enturbió todo. Pero cobramos algo así como 1.000 dólares, un premio importante, que sólo ganaban los jugadores de River y de Boca. De aquel partido yo me quedé con el banderín que intercambié con Baltacha, el capitán, y hace poco lo doné al museo de deportes de Loma Negra. Es un recuerdo que tomó más importancia con el tiempo: la Unión Soviética dejaría de existir a los pocos años. Y pensar que acá le ganamos”.

La única utopía posible, ese oxímoron, es el fútbol.