El dato podría pasar por una fake new o un sketch de Capusotto, pero fue en efecto una directiva oficial. A pocos días de asumir la presidencia de Brasil, Jair Bolsonaro se encargó de que en la residencia destinada al primer mandatario y su familia no quedara nada rojo -color que asocia inexorablemente al Partido de los Trabajadores (PT)-, incluso los muebles. Esta semana, junto a su mujer Michelle y sus hijas, el ultraderechista se instaló en el Palacio de la Alvorada, en Brasilia, adonde además de sus pertenencias llevó también sus obsesiones: después de prometer que de ahora en adelante mantendrá una vida austera, pidió a los empleados de su nuevo hogar que retiren todas las sillas rojas del lugar para ser reemplazadas por otras muy similares pero azules.

Los colores parecen representar una cuestión de Estado para el gobierno ultraconservador que da sus primeros pasos. Por lo menos así lo han dejado en claro sus expresiones durante el discurso de asunción, el martes pasado, cuando recibió de manos de Michel Temer la banda presidencial. En la misma disertación en la que prometió combatir la “ideología de género”, “liberar a Brasil del socialismo” y que Dios estará “por encima de todo”, Bolsonaro dijo además: “ésta es nuestra bandera (amarilla y verde), nunca será roja”.

Como quedó a la vista en los últimos días, la fijación con la paleta alcanza también a sus flamantes ministros. Ejemplo de esto es la pastora evangélica Damares Alves, designada a cargo de la cartera de la Mujer, la familia y los Derechos Humanos, quien inauguró su mandato con una máxima “¡Atención! Es una nueva Era en Brasil: niño viste de azul y niña viste de rosa”.