En el año 1962 se publicó “La primavera silenciosa”, el famoso libro de Rachel Carson (bióloga y escritora, 1907-1964) que denunciaba que los pesticidas, los herbicidas y otros productos químicos tóxicos estaban matando la vida silvestre en Estados Unidos. El libro de Carson fue una luz de alerta para la opinión pública sobre los problemas ecológicos y es considerado uno de los textos precursores del movimiento ambiental moderno. 

Diez años después de su publicación, más precisamente el 5 de junio de 1972, dio inicio la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Ambiente Humano en Estocolmo, Suecia. En esta reunión, los líderes de casi todo el mundo hablaron por primera vez de los problemas ambientales y prometieron empezar a hacer algo para eliminarlos o reducirlos. Desde entonces, el 5 de junio se instituyó como el Día Mundial del Medio Ambiente.

Como todos sabemos pero muchos pretenden ignorar, los problemas ambientales son una consecuencia directa de la utilización de recursos naturales y energía por parte del ser humano. Estos problemas no son para nada nuevos. Comenzaron con la revolución industrial de fines del siglo XVIII y se agudizaron en el siglo XX cuando el consumo se disparó como consecuencia del crecimiento económico. Hoy, los problemas ambientales generados o acelerados por la actividad humana tienen escala planetaria, como lo demuestran la destrucción de la capa de ozono, el calentamiento global y la maldita pandemia de coronavirus que supimos conseguir.

Es verdad que el progreso tecnológico ha mejorado la calidad de vida de muchas personas, pero también es bastante cierto que las mejoras nunca se distribuyeron de manera equitativa y que las consecuencias negativas del desarrollo económico recaen casi siempre sobre los sectores más vulnerables de la sociedad.

Tomando el 5 de junio de 1972 como fecha de nacimiento oficial, se podría decir que el ambiente, tal como lo entendemos hoy, o sea como una mezcla indisoluble de aspectos naturales y culturales, tiene apenas 48 años. Dicen que la vida empieza a los cuarenta, pero también dicen que a esa edad no es mala idea hacerse un chequeo general, por si acaso. Con más razón toca chequeo si el paciente se acerca al medio siglo y transita ese número que en la quiniela se asocia con “el muerto que habla”.

Me pregunto cómo saldría nuestro amigo casi cincuentón de una visita al médico. Yo no lo veo muy bien que digamos y no hace falta ir muy lejos para descubrirle algunas dolencias. Si le pusiéramos un termómetro a la altura del Chaco salteño, por ejemplo, nos daríamos cuenta de que vuela de fiebre. No es para menos, porque tiene los pulmones tomados por una epidemia de deforestación que no tiene nada que envidiarle a la del virus comosellama éste de nombre difícil y contagio fácil. Lo agarra con las defensas bajas esta epidemia al ambiente porque los quebrachos y los algarrobos y los mistoles y los palos santos que le servían de anticuerpos contra las gripes estacionales están ahora abandonados al costado de los caminos de tierra, adornando alguna mueblería de lujo, o durmiendo incómodos bajo rieles de acero para que puedan seguir llegando a horario los trenes del mundo civilizado.

Si le hicieran un análisis de agua también le daría bastante mal a nuestro cumpleañero. Le detectarían residuos industriales y líquidos cloacales muy por encima de los valores recomendados y también algo de nitrógeno en exceso, del malo, del que afecta los lagos y los ríos y hace doler las articulaciones los días de frío o de lluvia torrencial, de esa que en mi época no se veía.

Y ni hablar de su flora y su fauna intestinal. Deben estar diezmadas a fuerza de fosforados, glifosato, caza furtiva y otros antibióticos de destrucción masiva de esos que no dejan un yuyo ni pa’ remedio.

Para colmo, ya empieza a sufrir cambios climáticos incómodos en sus zonas boreales y septentrionales y en su cabeza algo distraída aparecen áreas calvas con soja transgénica donde antes lucía una frondosa melena de bosques nativos llenos de lianas y papagayos y quetzales y monitos tití.

Se cansa al caminar nuestro amigo, se agita como si le faltara oxígeno o le sobrara dióxido de carbono y apostaría que sus venas y arterias sufren taponamientos de todo tipo debido a la mala dieta, la corrupción y las injusticias de los últimos años.

Mientras lo convencemos de que saque turno en la salita del barrio y nos ponemos de acuerdo sobre qué hacer para que vuelva a ser el de antes, yo digo que le celebremos igual el cumpleaños al ambiente, en el estado en que se encuentra y sin dejarnos influir por las cábalas de los apostadores de mal agüero. Hagámosle un homenaje en vida porque nunca se sabe.

Propongo que le hagamos una fiesta. Que invitemos a todos y a todas y a todes para que no se quede nadie afuera. Que haya flores y frutos en las mesas y que cada uno se vista como quiera. Que se sumen a la fiesta los yaguaretés, los osos hormigueros, las ballenas, los pandas y los osos polares, tan populares todos ellos, pero no dejemos de invitar a las abejas, los mosquitos, las arañas y las cucarachas que con esto de la pandemia descubrimos que su trabajo también es importante, si no más. Cursemos invitación especial para las ratas, los murciélagos y los pangolines, las últimas víctimas de los medios de desinformación masiva y las ansias de buscar culpables donde no los hay porque de hacernos cargo de nuestros errores nosotros no tenemos mucha tradición que digamos.

Estaría bueno que, para variar, el festejo sea local además de global, que dure para siempre, que no falte la comida, que sea libre y también soberano para que cada uno aporte lo que pueda y quiera según sus necesidades y patrimonios.

Eso sí, sugiero que en el menú reduzcamos un poco las grasas animales, que no le pongamos plástico a los canapés, nada de petróleo en las copas, fuegos artificiales radioactivos mejor no, ruidos molestos y embotellamientos de tránsito menos, que evitemos fumar gases de efecto invernadero aunque sea por ese día, que suspendamos para siempre todas las guerras habidas y por haber, que nadie se pare a decir un doble discurso y que brindemos con agua de lluvia sin drenajes ácidos.

Y que al final de la fiesta, todos reunidos delante de la torta que tiene una porción igual para cada uno, le cantemos con ganas “y que cumplas muchos más” como una manera de decirle a nuestro moribundo que sí, que lo escuchamos de una vez por todas y que lo de muerto está por verse.

*Dr. en Ciencias Ambientales. Investigador Independiente del CONICET. Profesor de Sociología Ambiental en la Universidad Nacional de Salta (UNSa)