E. está en la casa familiar en los cerros, a punto de terminar la tesis con la que podrá llamarse “filólogo u hombre de letras” tras 24 años dándole vueltas a la idea del escritor William Burroughs de que el lenguaje es un virus. Entre aforismos, paronomasias, cacofonías, equívocos y metáforas, intenta llevar adelante la tarea (¿inútil?) de su vida, jugando con el lenguaje mientras reflexiona sobre el sentido de canciones infantiles o discursos religiosos. “Profundizamos en la palabra para ponerla a favor de nosotros contándola a través del humor”, explican a Página/12 Gabriel Wolf y Diego Carreño, director y actor, respectivamente de La lengua es un músculo, pero el lenguaje es un virus, que escribieron a cuatro manos. “Yo estudié Publicidad, y mis viejos querían que fuese abogado o contador”, dice Carreño. “Y me imaginaba que a este tipo le pasaba al revés: se quiso meter en la empresa familiar a laburar con los números, ¡y los padres lo mandaban a estudiar Letras!”, anticipa lo que presentan los viernes a las 22.30 en el Camarín de las Musas (Mario Bravo 960).

La obra nació a partir de posteos que Wolf hacía en su Facebook con juegos de palabras, y a Carreño le pareció que podía servir para armar una obra de teatro. “Escribilo vos”, le respondió Wolf cuando se lo propuso, pero se pusieron a trabajar ambos. “Había que encontrarle el hilo conductor a toda esa información que teníamos”, recuerda Carreño. “Nos faltaba qué historia contar con todo eso. Entonces nos imaginamos un estudioso de la lengua. Teníamos la imagen de un tipo solo, apartado, sin ningún tipo de civilización cerca”, describe, y Wolf agrega que su código de trabajo es el humor, pero no querían hacer un espectáculo sólo de humor. “El subtítulo es síntesis de una hipótesis sobre la antítesis de una tesis porque pensamos que el espectáculo es una antítesis sobre una tesis acerca del lenguaje. O sea, el humor sería para nosotros lo que hace chocar el lenguaje, el habla coloquial, con lo sesudo”, detalla.

La puesta en escena es mínima, para resaltar la centralidad del texto y el trabajo sobre el escenario de Carreño, que sostiene la obra con histrionismo o sobriedad, según la línea lo necesite, y el tiempismo del gag para que la comicidad funcione con precisión en reflexiones sobre una cotidianidad del habla en la que habitualmente no se piensa. Para ello dialoga con un fuera de escena que se representa a través de personajes ausentes (de la escena, pero presentes en la vida de E.), y con un loro al que el protagonista pide consejo ante situaciones de duda. La casa familiar, “Mi ilusión” (¿de E. de terminar su tesis? ¿De los padres de mantener allí a su hijo?), está atiborrada de papeles, sobre la mesa, en el suelo, en unas paredes construidas con sogas que enredan el lenguaje y al propio E. en la búsqueda de un sentido último para la frase que analiza hace tantos años y para su propia existencia.

Wolf y Carreño venían trabajando juntos, en obras en las que la tecnología o las redes sociales tenían un papel central (Digital Mambo, Hombres Delay y Digitales anónimos). Pero en La lengua… el tema es el propio lenguaje apoyado por dispositivos como la máquina de escribir, un tocadiscos y un contestador automático. El director señala que quisieron “ir a algo más arcaico para trabajar lengua, lenguaje y palabra. ¿Por qué escribe a máquina?”, propone. “Para mí, como director es mi cuarta obra desde lo personal, y tenía ganas de meterme con estas cosas”, confiesa, y el protagonista se suma: “Al principio habíamos pensado incluso que este tipo tenía un montón de objetos de antaño, tipo coleccionista. Pero la fuimos abandonando y dejamos algunos artefactos que tienen que ver con lo que contamos. Y presupuesto, claro

-ríe Carreño- ¡Ni siquiera tiene celular! Queríamos sacarnos de encima toda la tecnología para contar otra cosa”, se planta.

-En la obra hay humor, pero no es una comedia, y buscaron eso. Entonces, ¿qué es el humor para ustedes?

Diego Carreño: -Es el mecanismo de enfrentar al poder, de algún modo. Acá nosotros nos enfrentamos a cosas más abstractas, pero me gusta el humor como crítica. En esta obra hacemos una crítica a la moda en el lenguaje, a los modismos, incluso a la Iglesia. Me gusta el humor que no es políticamente correcto, que se enfrente a lo que está concebido como norma. Es la forma que tengo de comunicarme con el mundo. Es lo que más me gusta y lo que sé hacer.

Gabriel Wolf: -Lo que propone, me parece, es algo que rompe con lo establecido, con la norma, con lo correcto, con lo solemne, lo dramático. Se puede contar lo mismo desde un lugar desdramatizado. Leo Masliah, Les Luthiers, Diego Capusotto, Los Tres Chiflados... Son mecanismos inteligentes. Y me parece que en ese choque hay algo que sorprende, que el público asocia. Hay choque de palabras, asociaciones entre frases o términos que son ingeniosos. ¡Parece que estuviera en la feria! (risas) Pero jugar con el lenguaje durante una hora y que además tenga el sentido de una historia está bueno. Atrás hay un lindo desafío para nosotros: ¿es posible armar con esto una obra de teatro que se sostenga? Y que lo haga un solo actor es un plus.

D.C.: -Está el loro también...