La segunda fecha local del festival Knotfest Roadshow propuso una visita que, cada vez que se dio, más que un concierto fue una clase magistral de heavy metal. Transversal a distintas épocas, corrientes, modas y revivals, Judas Priest es a esta altura uno de los grupos más importantes de la historia en ese género. No por nada llegaron este martes al Movistar Arena celebrando 50 años junto al estilo, reflejados en el recopilatorio Reflections: 50 Heavy Metal Years of Music, leitmotiv de esta gira.

El quinteto conserva sobre el escenario tan sólo dos miembros originales desde la publicación de su primer disco, Rocka Rolla, en 1974. Se trata del bajista Ian Hill, que se apega a la solidez en su instrumento, y del cantante Rob Halford. Lo de Halford no es normal. Tiene una voz privilegiada, pero además la actitud para hacerla sonar diferente. Estridente, dramática, profunda. Eso, sumado a su ética y estética personales, lo convierten en uno de los cantantes más importantes de la historia. A los 71 años, se para delante de una banda que toca al palo, sin bajar tempos ni notas, y aún con mucho esfuerzo, logra estar a la altura de lo que él mismo supo proponer.

La previa al show principal había quedado en manos de los locales Horcas, otro combo de amplia trayectoria dentro del ámbito hispanoparlante, que animó la espera con un set centrado en su etapa de cambio de siglo, con temas como “Abre tus ojos”, “Mano dura” y “Vencer”. El ritual fue completo con el recurrente cover de “Destrucción” de V8, y las arengas del cantante Walter Meza.

A lo largo de esta gira, Judas propuso una revisión histórica, algo que habían hecho, por ejemplo, cuando llegaron a Racing de la mano del falso tour de despedida Epitaph, en 2011. Quedó algo lejos el estreno de su último LP, Firepower, debidamente presentado en 2018 en Tecnópolis. De ese disco sólo sonó su canción homónima. Más bien entregaron mucho de Screaming for Vengeance, placa editada hace 40 años, que fue la más vendida de su historia y terminó de proyectarlos hasta la cima. Las primeras tres canciones –“Electric Eye”, “Riding on the Wind” y “You've Got Another Thing Comin’”- tuvieron que ver con eso.

En escena, las guitarras están a cargo de Richie Faulkner, que se unió desde la salida de KK Downing en 2011, y de Andy Sneap, un nerd de las seis cuerdas que había trabajado en la producción de Firepower y tomó el lugar de un Glenn Tipton imposibilitado por cuestiones de salud. Ágiles, precisos y con un sonido consciente del legado, ambos cumplen su rol con sobriedad.

Ver en vivo a Judas Priest es una experiencia que no tiene tanto que ver con escenografías, montajes visuales, criaturas robóticas, máquinas de humo ni grandes relatos. Es sentir en el cuerpo la potencia de dos guitarras filosas deslizándose sobre una base sólida de bajo y batería. Detrás de los tachos sigue firme Scott Travis, que se unió al grupo en 1991 para crear una de las intros de batería más icónicas del metal. “Painkiller” representó -junto con “Between the Hammer and the Anvil”- al disco del mismo nombre, que marcó el renacimiento de la banda en su entrada a los conflictivos ’90 y redefinió la imagen pública de su cantante.

Halford tiene una voz prodigiosa. Pero a los 71 años hay cosas que incluso él ya no puede hacer. No pendula incansablemente entre los costados del tablado: ahora se retuerce, pone el cuerpo en 90 grados para exprimir cada nota. Cuando el agudo explota en el lugar justo y el sonido apoya con delays, la magia sucede. Quizá no haya más versiones épicas de “Victim of changes” o “Sinner”.

El vocalista se exige, pero conoce sus nuevas limitaciones. El rockazo pseudo pop “Turbo lover”, en cambio, le queda más cómodo: “Una y otra vez estamos cargando hacia el lugar que tantos buscan/ En la perfecta sincronicidad de la que tantos hablan/ Nos sentimos tan cerca del cielo (…)”, canta, y la pantalla proyecta una foto de Messi con la camiseta argentina, a tono con una selección que hacía horas se había clasificado finalista en Qatar.

Otra placa muy visitada fue quizá la segunda más exitosa de los ingleses, British Steel, cuyo aporte a los sets suele ser abundante. Se coló “Steeler”, pieza no tan tocada como las clásicas “Metal Gods”, “Beaking the Law” o la rockerita y fiestera “Living After Midnight”, que terminaría llevándose el show, frente a una ovación unánime de más de 14 mil personas, y una leyenda en las pantallas que anunciaba, una vez más, que Priest estará de vuelta.