1. ¿Qué ocurriría si alguien planteara que entramos en una nueva era, una era en la que, por ejemplo, ya no es relevante informarse? ¿Qué pensamientos y emociones provocaría el ensayista que osara afirmar que en este siglo la información ha muerto?

Tantos individuos consintieron la mentira que, al cabo, el resultado no fue la conformación de un grupo de engañados, sino la destrucción misma de la verdad y de todo lo que dependía de ella. El desgano ha triunfado sobre el esfuerzo que nos exige la realidad. En consecuencia, la opinión autoengendrada, la palabra distante de todo anclaje concreto y la ausencia de toda tradición epistemológica han comenzado a reinar.

2. Habíamos consensuado que el amor no es incompatible con la presunción de un adversario. La puja por intereses contrapuestos estaba admitida e, incluso, la suponíamos vital. Pero esas pugnas habrían de cumplir un conjunto restringido de reglas, todas ellas referidas a sofocar los impulsos de aniquilación. Sin embargo, hicimos las cosas al revés, y alucinamos que no habría mayor goce que desterrar todo tabú existente. Tal fue el éxito de los fanáticos (o tanáticos) de la libertad.

Pese a numerosos y vigentes esfuerzos, coordinados o dispersos, pensados o espontáneos, la humanidad va perdiendo la batalla por la vida. Y su derrota significa que, enfrente, no tiene ganadores. Puede, por momentos, parecer que los hay, pero solo serán triunfos fatuos, sin rédito para Eros, victorias pírricas que le dicen.

Hasta no hace mucho tiempo la muerte singular tenía un consuelo: el destino y la continuidad de la especie. ¿Podemos, en el instante en el que transcurre este texto, estar tan seguros de ello? Por el momento, nada nos autoriza esa expectativa, pues hemos ingresado en la categoría de especie en extinción.

3. Aunque la violencia es irreductible, tan humana como el humor, habíamos aprendido a amortiguarla, a traducirla. Entendimos el riesgo de su inevitabilidad y la virtud de su transformación. Tiempo después, el juego cambió de signo y lo lúdico devino en compulsión. Cuando la aceleración mortífera se impone, el discurso autoritario divide entre buenos y malos aunque, luego, no protege a ninguno.

Tánatos no comprende las diferencias y por eso llama delincuentes a los que piensan distinto, califica de traidores a los que se distancian y es negacionista sobre la propia destructividad.

Su lógica es fácil de describir pero difícil de desenredar: llegan denunciando el hambre del pueblo, aunque a los hambrientos los llaman delincuentes. Y así también gobiernan, amplifican su número de delincuentes, es decir, de hambrientos.

4. Durante años nos dimos a la hermenéutica, descubrimos los saberes no sabidos en el amor y en el trabajo. Las ciencias y las ideologías fueron convergentes en una suerte de perspectiva arqueológica: se reunían el pasado y el presente, cada respuesta encubría interrogantes que luego se despabilaban y la conciencia se animaba a lo inconciente. Fuimos afirmando, cada vez más, que no hay yo sin otro y viceversa.

De nuevo, Tánatos no soporta las diferencias o, lo que es lo mismo, entroniza la indiferencia. Si hoy queremos entender las frases y actos del otro, no precisamos leer más allá de su yo oficial, pues lo que hace y dice solo es producto de su indiferencia, ni siquiera de oscuros deseos.

5. Cual si hubiéramos llegado al non plus ultra, concluimos que es por frustración que tantos sujetos se erigen en votantes de Tánatos. Posiblemente, haya algo de cierto en esa conjetura, pero sería cómplice del suicidio suponer que allí termina el razonamiento.

Si me frustra que salga poca agua por la canilla y decido, en consecuencia, irme al desierto, hay algo que no se explica solo con decir frustración. En todo caso, resta aun comprender cuáles son los severos efectos de aquella desilusión como para que, entonces, decida de ese modo.

Podemos decirlo de otra manera: las decepciones pueden tener un desenlace peculiar, tomar decisiones que perpetúen la frustración por vía de abandonar la realidad, por desinteresarnos de ella, por volvernos indiferentes.

Fuimos agudos al identificar y describir el carácter traumático de tantos sucesos sociales, de tantos tramos de nuestra historia. Sin embargo, ¿hemos estado alertas a los efectos inmediatos y de largo plazo de tales traumas?

Insistamos en esto: si la realidad fue frustrante, el corolario resultó sentirse parte de esa realidad, identificarse con ella y, por lo tanto, uno mismo devenir en indiferente, catártico y expulsivo. ¿O qué otra cosa, si no, es reproducir el discurso violento?

Volver a contar. Freud adhirió al principio que afirma que gobernar es imposible. El sintagma posee algo de acertijo, aunque no es difícil extraer su enseñanza: gobernar es imposible siempre y cuando prevalezca la democracia, siempre y cuando la violencia no sea el principio rector.

En cambio, cuando se criminalizan la política y la vida social, y se procede a la lógica de la solución final, allí gobernar sí es posible. Que Tánatos no pida renuncias, ni al goce, ni a la omnipotencia, no significa que algún sujeto acceda a uno o a otra. Al contrario, desmentir la necesidad de tales renuncias, solo conduce al sacrificio de miles y miles de almas. Tánatos no es el imperio del placer, sino del displacer, es la república del exterminio.

Sin embargo, somos tantos aun, y todavía podemos recubrir a Tánatos. Más que un tiempo de información o de noticias, es tiempo de ética e ideología, es decir, de convicciones. Tánatos, desde el origen de los tiempos, es violencia y agonía. Por eso, la política no debe ser sino la denegación de aquella violencia subyacente y la economía, entones, batallará contra los procesos agónicos siempre acechantes.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.