El argumento ha muerto

No siempre es sencillo discernir la falsedad o la veracidad de un argumento, no obstante hay otras dos variables que sí podemos evaluar sin demasiada dificultad. Por un lado, nos daremos cuenta, más o menos rápidamente, si estamos de acuerdo o en desacuerdo con ciertos postulados. Por otro lado, y esto resulta esencial, nos damos a la tarea de identificar cuándo una frase constituye un argumento y cuándo es, apenas, un eslogan.

Un rasgo que nos ayuda a detectar la presencia/ausencia de argumentación es si el relator aporta nexos causales o, por el contrario, se empeña en anularlos o quebrarlos. A modo de ejemplo: quienes criticaron ferozmente la cuarentena, solían omitir su razón causal, la pandemia. De este modo, cuestionaban las normas sanitarias sin enlazarlas con su origen (la pandemia); hablaban de las consecuencias sin decir que tenían causas.

Algo de esta amalgama debe estar en el origen de la aparente legitimidad que tienen, actualmente, ciertos discursos políticos; discursos que hasta no hace tantos años no habría sido posible proferir públicamente. Mucho menos posible habría sido imaginar que tales expresiones fueran utilizadas como forma de hacer campaña política.

Dicho de otro modo, el odio que vemos alimentar a diario desde hace unos años se vale de la anulación de la diferencia entre verdad y mentira, de la supresión de los nexos causales y, por lo tanto, de toda argumentación. De allí que una buena cantidad de sujetos adhiera a propuestas como eliminar al que piensa diferente y suprimir derechos de todo tipo.

La multipartidaria Patricia Bullrich (1) es uno de los exponentes más claros de lo que acabamos de expresar. Y volvamos al ejemplo de la pandemia. En una entrevista televisiva, luego de que la actual candidata cuestionara a un infectólogo, el periodista la reconvino diciéndole que el especialista sabía más que ella. Bullrich, sin el más mínimo rubor, respondió: “¿Qué importa que sepa más?”

El orden soy yo

Bullrich tiene un ramillete de propuestas, aunque todas ellas pueden reducirse a una sola palabra: orden. A donde sea que vaya y sobre cualquier asunto que hable, a la exministra de Seguridad le alcanza con decir que hace falta orden. En su cosmovisión, todos los problemas de Argentina se deben a que falta orden y, en consecuencia, la solución es ella, esto es, el orden.

Si bien el significante orden se expande en diversas redes de sentidos posibles, Bullrich lo enlaza con otro significante en una relación unívoca y de oposición: piquetes. A su vez, a este último término lo homologa con delincuencia. Dicho de otro modo, su plan de gobierno comienza y concluye en lo siguiente: hay que poner orden, o sea, hay que terminar con los piquetes = delincuencia.

Una primera reflexión, y antes de todo análisis y valoración: ¿“Poner orden” es lo único que hará si llega a ser presidenta de la Nación? Si Bullrich asegura que con ella el caos se termina rápidamente, entonces, ¿qué hará durante el resto de tiempo que dure su mandato?

Extraemos, así, una primera conclusión. Si su plataforma solo gira en torno del orden, de allí se deduce que: a) tiene otros propósitos políticos y económicos inconfesables y b) tales propósitos producirán catástrofes de tal magnitud que se verá necesitada de poner (su) orden de manera permanente, es decir, durante todo el tiempo que permanezca en el cargo.

Los sentidos del orden

Ya indicamos que el término orden ramifica sus sentidos siguiendo diversas orientaciones. Una alternativa, por ejemplo, es dar una orden, mientras que exponer un saber con orden es otra opción. Ordenar objetos (los libros, por ejemplo) tiene otro sentido que puede acercarse, o no, a la frase poner orden. Otra versión posible, finalmente, es el orden entendido como reglas de juego.

Como puede observarse, sea como verbo o sustantivo, las palabras orden y ordenar suponen, de manera diferencial, nexos entre el discurso y la acción, entre el discurso y el pensamiento o entre la acción humana y las cosas. El orden también permite pensar los vínculos intersubjetivos o bien solo remite a la oposición con el caos.

Podemos plantearlo de otro modo: cuando alguien alude a la meta del orden, conviene formularnos las siguientes preguntas: a) ¿qué es lo que desea ordenar?; b) ¿qué es lo que para ese sujeto queda incluido bajo el término desorden?; c) ¿de qué modo se propone arribar al orden?; d) ¿con qué grado de rigidez o flexibilidad piensa que se puede consumar el ideal de orden?

Bullrich pone en un mismo plano a delincuentes y piqueteros o, más precisamente, coloca a estos últimos en el grupo de los primeros (2). Resulta notable que en ocasiones se muestren alarmados por la cantidad de pobres, pero luego los criminalizan.

En virtud de las preguntas precedentes diferenciemos algunas escenas posibles: a) no es lo mismo ordenar una protesta social que el tránsito; b) no es lo mismo atribuir el rasgo de desorden a una manifestación popular que al descalabro financiero producido por el endeudamiento con el FMI; c) no es lo mismo el orden que se procura bajo políticas sociales, educación y salud públicas, una justicia honesta, etc., que lograr el orden a través de la represión y la violencia institucional; d) no es lo mismo comprender que toda sociedad es una reunión de orden y desorden, nunca reductibles del todo uno al otro, que pretender un orden perfecto, un silencio sepulcral.

Para saber qué orden propone Bullrich resulta elocuente recordar que ella defendió la conducta del policía Chocobar y la de los gendarmes que asesinaron a Santiago Maldonado.

Los anales del orden

En la vida singular, una de las primeras expresiones del orden, del aprendizaje de ciertas reglas, es el control de esfínteres. Los infantes, aproximadamente entre los dos y los tres años, desarrollan la capacidad de tomar una decisión: cuándo defecar. Desde el punto de vista psíquico, este movimiento orgánico se combina con diversos procesos anímicos, que incluyen, por ejemplo, ciertas reglas de intercambio, la relación entre las palabras y las cosas y, también, la sofocación de las pulsiones expulsivas y aniquilantes. Precisamente, desde el punto de vista retórico, ese cambio psíquico permite el pasaje del insulto a la explicación y el razonamiento. Los infantes, entonces, no demorarán mucho en comenzar a preguntar “¿por qué?”

Muchos términos, de hecho, tienen una etimología que anida en los procesos referidos, tales como aludir a los “anales de la historia” o a las “luchas intestinas”. Hay, pues, todo un mundo simbólico y vincular que resulta de la relación con nuestras heces y, sin ánimo de ponernos escatológicos, recordemos expresiones como “es un cagador”, “un sorete” o “cagados de miedo”.

“Si no es todo, es nada”, repite la precandidata y entonces confirma y reconfirma que su orden será de una pretensión absoluta, aniquilante, expulsiva. No es ninguna paradoja comprender que el orden despótico que procura Bullrich es la matriz de una violencia sin freno que no se distingue del caos. Entender por qué, respetar los códigos de intercambio y tomar decisiones, serán, de este lado, las respuestas más acordes para frenar aquellas políticas de miedo y violencia.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. 


Notas:

(1) Decimos Bullrich pero no es sino un sinónimo de Larreta, Milei, Macri o Morales, entre otros.

(2) Sería muy diferente la operación inversa, es decir, pensar el delito desde la perspectiva de la vulnerabilidad.