No es casual que O corno y Matronas comiencen de una manera muy similar. Hay mujeres agachadas, acostadas o de pie que transpiran como si estuvieran en un sauna, pero los gritos de dolor anulan cualquier hipótesis relacionada con el disfrute. Jadean, respiran agitadísimas y dicen que basta, que no pueden más. Mienten: movidas por una convicción feroz, casi mística, reencauzan los últimos fragmentos de fuerza de todo el cuerpo hacia un último puje para que, por fin, estas madres puedan conocer la cara de la criatura que durante nueve meses vivió en su interior. 

Escenas de este tipo observan todos y cada uno de sus días las parteras o matronas, oficio común de las protagonistas de las películas dirigidas por Jaione Camborda y Léa Fehner, dos de las integrantes del voluminoso Panorama Internacional de la 26º edición del Festival de Cine de Punta de Este, que desde el viernes y hasta el jueves proyecta más de cincuenta largometrajes en cuatro pantallas distribuidas por toda la ciudad. En ese mismo apartado estuvo Sala de profesores, del alemán Ilker Çatak.

Pero que compartan oficio no quiere decir que lo ejerzan igual, ni con un mismo objetivo ni en contextos similares. Ganadora de la Concha de Oro del último Festival de Sebastián, la española O Corno transcurre en la barrosa, grisácea y hostil Isla de Arousa de Pontevedra, en un agosto de principios de la década de 1970, crepúsculo del franquismo. Estrenada en la Berlinale del año pasado, Matronas lo hace en un área de maternidad especializada en casos complicados, un ámbito donde predomina el blanco en lugar de gris, aunque la misma hostilidad. En la primera, los partos son en casas, desprovistos de cualquier equipo médico, con mucha sangre, sudor y lágrimas; en la otra, múltiples pantallas y cables enmarcan la tensión, el apremio y la calidez de un grupo de mujeres que ni siquiera el agotamiento logra apagar.

O Corno es de esas películas ríspidas, circunspectas, tan asfixiante como la cámara pegada al cuerpo de su protagonista y con diálogos tan económicos que pudo proyectarse en su lenguaje gallego original sin subtítulos, y se entendió perfecto. En no más de 15 escenas –la primera, de nueve minutos, es un nacimiento filmado como si fuera un viaje inmersivo gótico– la realizadora vasca Jaione Camborda describe cómo el endeble equilibrio del mundo de María se viene a pique después de aceptar hacerle un aborto a la hija adolescente de una de sus recientes parturientas. Una propuesta que llegó vía miradas y un intercambio de dos o tres eufemismos, porque está claro que el solo hecho de decir “aborto” es peligroso incluso cuando todos saben a qué se dedica ella. Lejos del tono sororo-panfletario, Camborda puntea un estado de situación con acciones antes que palabras.

El asunto sale mal, a María le avisan y no duda: se pierde con lo puesto en el bosque e inicia una huida sin posibilidad de retorno hacia Portugal, separada de España por un río angosto y no muy vigilado que digamos, como demuestra el paso constante de coyotes a bordo de barquitos precarios. Allí comenzará una nueva etapa donde la solidaridad entre mujeres es una cuestión de supervivencia antes que un posicionamiento político. Como siempre en O corno, el fuera de campo cumple un rol especialmente fundamental, sirviendo de depositario de los temores acechantes que perseguirán a María. Lo harán incluso cuando pueda esconderse hasta el fin de sus días.

SI O corno empieza con un parto, Matronas empieza con muchos. Son fragmentos documentales filmados en maternidades similares a la que arranca a trabajar Sofía, que llego allí gracias a su compañera de trabajo y de departamento Louise. El tono distante y desapegado de la jefa al describirle los procedimientos no es porque sea mala onda, sino porque está, como todos aquí, al borde de un colapso total. Físico, porque falta gente para atender casos que presentan una gravedad mayor a los normales y el Estado no parece muy dispuesto a solucionarlo. Psíquico, al imperar el stress ante la certeza de lo imposible de abordar. Hay una escena notable de unos diez minutos donde todos corren, se chocan, salen de una puerta a la otra, intentan tranquilizar a las madres y padres preocupados ante lo desconocido, se gritan, se dan órdenes cruzadas y vuela hasta algún que otro insulto. Es como un recorte de escenas médicas de ER Emergencias o Grey's Anatomy sin las adiposidades melodramáticas y con una dosis de anabólicos naturalistas.

Matronas.

Cada eslabón de la cadena poniendo lo mejor de sí para comandar un proceso colectivo de ejecución tan tensa como el ritmo y los movimientos de la cámara de la realizadora francesa Léa Fehner: si no fuera por el detalle nada menor de que se trata de vidas y no de sánguches, la dinámica laboral de Matronas tiene el nervio y el frenetismo extenuante de la serie El oso. Al igual que en la troupe comandada por el chef Carmy, este grupo hace de su trabajo una identidad. Eso explica por qué la película se siente un tanto más desinflada al salir de los límites hospitalarios, como si fuera un terreno ajeno al universo delineado por Fehner. Allí se desarrolla una subtrama con una inmigrante africana que tiene peso a la hora de hacer encuadrar la película en una agenda contemporánea, mientras que sobre el final vuelve el recurso de los recortes documentales, esta vez con fragmentos de las protestas en Francia de las parteras por las pésimas condiciones laborales.

Si Matronas tiene como locación central una maternidad como representación de los problemas de la salud pública, Sala de profesores utiliza la escuela como caja de resonancias de la sociedad, como el escenario de luchas de poder tanto entre los docentes como entre ellos y el alumnado, como el punto final de las idealizaciones arrastradas desde el llamado de la vocación. Todo eso vivencia Carla Nowak (Leonie Benesch) poco después de ingresar a un colegio primario para dar clases de matemática y gimnasia a los chicos de sexto grado. Allí se enfrenta a una situación dilemática de esas que tanto gustan, por ejemplo, a los hermanos Dardenne. Tanto es así que, de no ser por una cámara mucho más reposada que la utilizada por los belgas, podría tratarse de una película de ellos.

Esa situación es una serie de robos en las aulas y en la sala de profesores aludida en el título. Contra la voluntad de la protagonista, la cúpula directiva, convencida de que el responsable es un alumno de origen árabe, dispone un control de billeteras. Allí comprueban que estaban errados, generando así una serie de sospechas cruzadas que culminan con el señalamiento de que la responsable podría ser una colega de Carla que, además, es la madre de su mejor alumno. Con ecos de otros títulos escolares como Ser y tener, La ola y Entre los muros, la película presenta una escalada de disputas cuya principal víctima no es tanto la profesora acusada ni Carla –flanqueada en simultáneo por la presión irreverente de los chicos y la intransigencia dogmática de sus colegas–, sino la verdad.