El drama arltiano, como casi un siglo atrás, se repite en una quinta del conurbano bonaerense. Ya no en el sur, en Temperley, sino en el norte, en Olivos.

Hace algunos años, de la mano de Fernando Pittaro, en el posgrado de “Literatura y Discurso Político” de FLACSO, entendí cómo y por qué, la literatura y la política, mis dos pasiones, están entrelazadas. Nada es del todo novedoso: todo suceso tiene alguna referencia pasada. La conducta humana es compleja, pero de ninguna manera infinita.

Desde el inicio de la historia, los hombres construyeron narraciones a partir de lo que los rodeaba y lo que les tocaba vivir. La frontera entre ficción y realidad es siempre porosa. Por eso existen tópicos recurrentes, arquetipos, personajes y arquitectura repetidas, que siguen funcionando a través de los siglos.

Funcionan porque interpelan, emocionan o exponen, clarifican. En esa función reside la tensión permanente entre las formas de poder político y las expresiones culturales. La diferencia está en cómo lo manejan los gobiernos, si liberan o contienen su pulsión autoritaria.

Los protagonistas de los “Los siete locos” y su secuela “Los Lanzallamas”, de ellos se trata, sufren una forma particular de locura, una compuesta de elementos de desmesura, para eludir la dolorosa insignificancia humana y, especialmente, de crueldad.

Cargan una sed y un hambre que sólo, y por un rato, consiguen saciar con el sufrimiento del prójimo. Esa locura, a la vez, se alimenta de un combustible muy particular: la miseria de la sociedad de fines de los veinte y principios de los treinta, en las que todos buscan salvarse, de la manera que sea, que pocos captaron tan bien como Roberto Arlt, ese grandote de pluma incansable, que cometió el desatino de morirse tres años antes y perderse el peronismo.

Erdosain, como Javier Milei, es un personaje atormentado. Violentado y humillado por su padre en la infancia, ya como adulto está desesperado por un poco de aprobación y de dinero, que lo liberen de una existencia anodina. Uno se dedica a corretaje de azúcar, el otro es profesor, pero a ninguno de los dos le sonríe la vida.

Esa necesidad lo empuja a cualquier cosa y esa “cualquier cosa” termina siendo un proyecto revolucionario: el que encabeza y le propone “el Astrólogo”. El Astrólogo no sólo lo conduce, lo obnubila hasta el punto de anularlo.

La que sabe de astrología es Karina Milei, a quien su hermano presidente llama “el Jefe”. Ambos astrólogos, el masculino de la ficción y la femenina de la vida real, son los auténticos conductores del proyecto. Ejercen su poder de una manera descarnada, carente de toda sofisticación. Son los que “ven”, más allá que sus aliados, y por eso señalan el rumbo, por descabellado que parezca a los profanos.

Pero el misticismo de ambos, la conducción de Karina Astróloga y la devoción que le profesa Javier Erdosain, no se sustentan por sí mismas. Necesitan un anclaje material. En las novelas, ese es Haffner, el Rufián Melancólico, que regentea una cadena de prostíbulos y financiará la aventura con su producto.

En la vida real, ese es Santiago Caputo, que regentea los troll centers. El pragmático, el que va a los bifes, el que opera, con pose de malevo nada distante de la de los fiolos de un siglo atrás. 

Sus trolls, en vez de aportar recursos, los consumen, porque nada es gratis, y menos ahora. Pero a cambio proveen likes, retuits, trending topics, métricas y nubes de palabras que aportan gobernabilidad, popularidad o una ilusión que por ahora se le parece bastante.

Para completar el elenco principal, falta Barsut. Es un tipo terrenal, concupiscente, su cinismo no es puro, porque sólo busca su propia ventaja, su beneficio personal. Su maldad es apenas burguesa. Barsut creyó poder manipular a gusto al frágil Erdosain, le tendió una trampa para hacer y deshace con él a gusto, “como juega el gato maula con el mísero ratón”.

Pero tuvo la mala fortuna de encontrarse con el Astrólogo (Karina). Es el burlador burlado, que termina amordazado y encadenado en un sòtano de la quinta, a merced de unos cachivaches, por haberse arriesgado de más, por no contener su ambición. Barsut es hoy Mauricio Macri, el que terminó vencido por los que despreciaba.

El drama que protagonizan es de corte conurbano, entre árboles añejos, trinos de pájaros y ruidos de trenes como telón de fondo. En vez de en Temperley, transcurre en Olivos, en la quinta presidencial. Y se originó a pocas cuadras de ahí, en unas torres con amenities donde los Milei poseen algunos departamentos. 

Podríamos seguir jugando. Discutir el parecido de Lilia Limones con “La Coja” o si la locura mística del farmacéutico Ergueta lo emparenta con el diputado Benegas Lynch, que aspira a privatizar el mar y sacar a los pibes de la escuela, si la retirada de Fátima Flores nos permite emparentarla con Elsa o si el destrato de la corporación América esmeriló la autoestima de Javier tanto como la Compañía Azucarera la de Erdosain.

Lo que no podemos dejar de lado es el valor explicativo que le puede aportar la literatura a la política y la potencia política que tenemos, por descubrir, en nuestra literatura, del siglo XIX en adelante.