A Vicente Galli

Ceder en las palabras

Enfermedad, a veces, suena como una mala palabra. Provista de un ropaje de sanciones morales, la rechazamos por considerarla peyorativa. Si se trata del organismo, el contexto nos exige volver a ser útiles y estar enfermo recibe el mote de vagancia. Si pensamos en el alma, decir enfermo se volvió un insulto. En simultáneo, quienes definen la enfermedad ajena pretenden para sí una normalidad que sospechamos es solo ficción.

Nos hemos propuesto, entonces, despatologizar la variedad de caracteres, la multiplicidad de conductas, y por ese camino nos fuimos enredando en una paradoja: aspiramos a dejar de pensarnos como anormales y al mismo tiempo sostenemos, con Caetano Veloso, que de cerca nadie es normal. ¿Será, acaso, que la cercanía y los vínculos nos hacen vivenciar las patologías --propias y ajenas-- y la distancia nos tranquiliza porque nos devuelve la ilusión de la normalidad? Desde luego, las diferentes palabras posibles no tienen la misma genealogía ni la misma función en su enunciación. Patología o enfermedad, salud o normalidad, por dar un par de ejemplos. Hemos sustituido, así, psicopatología por conflicto, y aun con la fecundidad de este significante, en su uso pareciera que hay algo edulcorado, cual si fuera un ansiolítico de nuestras conciencias.

Ocurre, pues, que si despatologizamos porque los diagnósticos devinieron en estigmas, reclamos morales o injurias, tal vez hemos cedido en las palabras. En rigor, la patología o, mejor, la psicopatología, no es una ofensa en ninguna de sus variedades, de modo que al despatologizar, insisto, hemos cedido en las palabras. Traduzcamos a otro terreno para que sea más comprensible: es como si un peronista dejara de llamarse peronista porque otros dicen que peronismo y corrupción son sinónimos.

El psicoanálisis, dijo Freud, produjo una herida narcisista en la civilización pues desalojó al yo como amo de sí mismo; la racionalidad y la voluntad no gobiernan nuestro decir y nuestras conductas. Sin embargo, es posible que la herida provenga aun de otro motivo, a saber, que visibilizó la psicopatología de la vida cotidiana, dentro de la cual habitan nuestra sexualidad, nuestro masoquismo, el resabio adulto de nuestra ilusoria omnipotencia infantil y nuestra inconciencia sin pausa.

¿Por qué no asumimos, definitivamente, que la vida humana --singular y colectiva-- transcurre en la psicopatología? Psicopatología, de hecho, es nuestra vida cotidiana.

La cosa misma

En el párrafo previo ya fue sugerida la cita freudiana: “Nunca se sabe adónde se irá a parar por ese camino; primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma”.

La psicopatología es solo uno de los terrenos, entre otros, en que la cesión discursiva se hizo presente. También la política ha cedido sus palabras, ya no habla de revolución y, casi, ni siquiera del trabajo. En el amor se inventan categorías, distancias y eufemismos para no expresar lo que sentimos. El resultado se exhibe ante nuestros ojos con una claridad ominosa: hemos cedido en las palabras y, poco a poco, en la cosa misma.

El abandono de la cosa, para utilizar el término freudiano, se manifiesta como incoherencia y caos, con sentimientos de irrealidad, escepticismo y desvitalización.

Cuando debatimos, ya no lo hacemos en virtud de nuestros ideales, ni tampoco sobre lo que consideramos bueno o malo, útil o perjudicial, sino que nos enfrascamos días discutiendo si algo existe o no. Tal es el efecto de los discursos falsos, metidos dentro nuestro hasta en la vesícula. Responder todo el tiempo si algo ocurrió o no nos alejó de nuestros deseos, anuló nuestra capacidad de hacer proyectos y nos hizo abandonar nuestra esperanza de un mundo mejor.

El juicio de existencia, como lo llama Freud, navega en una catástrofe constante sin lograr sobrevivir. La realidad resulta una categoría de los libros de historia, una experiencia antropológica del pasado.

En suma, la psicopatología cotidiana de los tiempos de Freud tenía como centro la represión del deseo. En nuestra hora eso se ha trastocado, nuestra cotidiana psicopatología posee otro núcleo: el de la desconexión entre nosotros y con la realidad, el de la pérdida de nexos entre las palabras y las cosas. Digámoslo con una frase mitad diagnóstico, mitad metáfora: si el siglo XX fue neurótico, los caracteres y discursos de nuestro siglo XXI tienen la forma y contenido de la psicosis.

¿Psicosis social?

Antes de responder esta pregunta es conveniente dar un rodeo.

“Lo innato y lo adquirido” es el nombre con que reunimos las determinaciones que nos definen como sujetos. Cada quien arriba al mundo con sus predisposiciones y en la Tierra se encuentra con quienes le hablan, mientras uno crece y, también, aporta lo suyo al mundo. Aquellas determinaciones son impredecibles y los desenlaces no están cerrados. Freud lo llamó series complementarias. Cómo participa allí lo social es un interrogante que recibió contestaciones de todo tipo y, quizá, no esté bien formulado. En efecto, lo social no es una entidad homogénea y es evidente que difiere para cada cual.

Sin embargo, lo que deseamos saber ahora no es cómo se desarrolla la producción social de subjetividades sino si lo social mismo posee los caracteres de la psicopatología.

Luego de que Freud planteara que la condición de la cultura es una restricción en nuestros deseos, la serie de autores que profundizaron esa hipótesis es extensa. Reich, Fromm, Marcuse, Schneider (y siguen los nombres) pensaron la neurosis como el correlato de la lucha de clases. En otro campo y bajo otras orientaciones, Kernberg y Jaques describieron las organizaciones paranoicas.

De nuevo: ¿podemos, entonces, pensar la cultura, lo social o lo institucional con las categorías psicopatológicas?

Por lo pronto, recordemos que Freud (El malestar en la cultura) esperaba "que un día alguien emprenda la aventura de semejante patología de las comunidades culturales”. Einstein, por su parte, en 1932 le escribió alarmado sobre la psicosis colectiva y Ferenczi alertó sobre las psicosis de masas. Actualmente, Byung-Chul Han analiza la sociedad del cansancio y la depresión y Bifo Berardi propone una geopolítica de la psicosis. Recordemos, además, que la religión, para Freud, era una neurosis obsesiva colectiva.

Aceptemos, aunque no sea concluyente, aunque no sea más que una frágil tentativa para pensar nuestro presente, que hay una psicopatología social y que en la actual fase de capitalismo y violencia la psicosis es una categoría propicia.

Ya podemos escuchar al objetor: “hay muchos psicóticos que no son violentos”, lo cual es completamente cierto. Similar réplica surge si alguien caracteriza como autista a un político o se dice que es ciego. No muy lejos están las críticas que se expresan cuando se alude a la relación entre rugby y violencia, o cuando los estudios de género establecen nexos entre patriarcado y femicidios. En ambos casos se podrá decir que ni todos los rugbiers ni todos los varones son violentos.

En primer lugar, si buscamos correlaciones absolutas no hallaremos respuesta posible. En efecto, cuando establecemos enlaces entre lo singular y lo colectivo, o entre hipótesis generales y subjetividad, o entre ideología y psicopatología, la correspondencia será siempre asintótica. En segundo lugar, como ya expuse, las referencias psicopatológicas no deben superponerse con nuestras consideraciones morales, sobre lo cual Freud ya se expresó en su texto sobre un expresidente norteamericano. Desde luego, hay varias distinciones más que se imponen, ya que no hay identidad sin fisuras entre dirigentes políticos y quienes, transitoria o duraderamente, adhieren a ellos.

Durante la pandemia, el sociólogo argentino Daniel Feierstein recurrió a los conceptos de proyección y negación para explicar por qué fracasaban las estrategias para frenar los contagios. De alguna manera, Feierstein nos ofrece una corroboración: no se trata de que hayamos sido tontos ni culpables (es decir, no hay juicio moral ni descalificación) y, a su vez, recurre a los conceptos de defensas psíquicas para analizar un fenómeno social.

Alguna vez todos hemos dicho o escuchado “el mundo está loco”. Y quien lo dice o escucha quizá no esté loco. Sin embargo, si el malestar en la cultura surge de la exigencia de sofocar nuestra agresividad, ¿qué sucede cuando la cultura más bien la legitima y la expande? El mundo está loco hoy es la horrorizada percepción de la autodestrucción de la que participamos por acción u omisión. El mundo está loco, además, es que ya no opera ni siquiera con la lógica narcisista, sino con la autoerótica, pues en la aspiración a la autosuficiencia individualista el otro ni siquiera es un espejo. Esta lógica autoerótica nos conduce a creer en lo que no existe y, luego, con la decepción a cuestas, a descreer de todo, aunque ya en un estado de desvitalización. Finalmente, cuando la falsedad de las creencias amenaza con revelarse, la furia aumenta, aunque ya no para cuestionar las mentiras sino como rudimentaria estrategia para restituirlas y para intentar recomponerse precariamente del desfallecimiento.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.