El Égar detiene el Makara, su moto, al sol de la mañana. Va con miedo: miedo de esos mundos desconocidos que son para él la ley y la normalidad, y miedo de lo que su fuerza mental fuera de control pueda llegar a destruir esta vez. Pierde valiosos minutos buscando un lugar seguro en el parque. Recorre a pie el sendero que lo lleva serpenteando a través del césped por entre los árboles de la Plaza del Foro. Cruza la calle Moreno y busca con la mirada a Jean, de quien luego sabrá que le ha dejado varios mensajes que no vio, absorto como estaba en el recuerdo de una gasolinera en llamas.

Ve cómo Jean lo saluda agitando la mano desde lo alto de las escalinatas de los Tribunales. A medida que se acercan lo nota tenso, ansioso por la puntualidad, luchando igual que él por mantener la calma. Jean es tan careta en su estilo de vestir que se destaca hasta entre la prolijidad –más bien provinciana y chata– que predomina entre la multitud de sus colegas. El Égar ya sabe clasificar a los visitantes: de una, los más crotos son los litigantes de a pie, sin título en Derecho. Hay una franja intermedia, la de empleades del Poder Judicial (prét á porter de gran tienda), y los trajes finos uniforman a los leguleyos machos. Fichar a las abogadas es más incierto. Como en un sueño olvidado a medias, ya no recuerda cómo fue que él y Jean se saludaron, subieron y entraron. Agradece al arquitecto que resolvió los techos con lucernarios (sabe que se llaman así, le encanta la palabra) para que entre luz natural filtrada y solo en algunos de los pasillos tengan que estar esos horribles tubos fluorescentes, que le justifican el gesto desubicado de entrar con gafas de sol. Lo mismo hacía en los buenos tiempos al subir a escena, para proteger sus ojos de las candilejas. El vigilante que está de pie al lado del detector de metales le pide que se las saque. Obedece de mala gana. Lo mismo ocurre con la campera, cuyas tachas metálicas no pasarían el detector. “Te dije que vengas de traje”, le susurra Jean. “Es mi segunda piel”, explica él. “¿En verano también?”

El Égar se mira en el video de la cámara de seguridad mientras ambos pasan bajo el detector de metales, un burdo intruso metálico en la noble arquitectura del palacio de Justicia. ¡Mirá si es un detector de metaleros y me suena! Jean no reacciona ante el chiste. Para el Égar, aquel lugar es la caja gigante. Aquel edificio estatal estilo littorio, revestido de mármol travertino, no tiene nombre: es una mera mole de turrón, llena de papeles y de gente que va y viene apurada llevándolos de a montones, desde una pila de papeles a otra. No deja de observarlos mientras los marean por pasillos laberínticos cuyo mapa solamente el abogado conoce. Él conoce otros mapas, otros laberintos que encierran dioses monstruosos. Lo agota el juego de la oca que juegan los empleados judiciales, con ellos como fichas: avanzan cinco casilleros, retroceden tres, suben a la planta alta, bajan, forman fila, esperan. Recién a media mañana, les abre su puerta de madera de peteribí la oficina de la temible fiscal Carmen Ramírez. El sol la inunda desde unos privilegiados ventanales, que dan a las casuarinas y al césped del amplio parque.

No los atiende ella sino una secretaria, quien los invita a sentarse ante el escritorio al que decoran un Quijote y un Sancho Panza de bronce patinado en verde, cada cual con su cabalgadura. Ella es una muchacha pálida de fina remera negra que lleva bordada una inscripción en letras hechas con gemas que brillan, una única palabra muy breve en inglés que él olvidará. Cuando el Égar pronuncia su nombre completo, ella se queda mirándolo a través de un océano de roble y vidrio frío, con olor a Blem y a Lysoform.

—Sí, es él, es el cantante de Nigredo.

—Claro, qué boluda, si está todo en el expediente…

—¿Qué por qué asunto es? —inquiere el abogado. —Quisiera leerlo.

—Sólo después de firmar. ¡Ay, mi hermano es fanático tuyo…! —exclama la secretaria ignorándolo y volviéndose hacia el Égar, sin soltar el extremo superior de la hoja oficio membretada que el Égar trajo, y que retiene de la otra punta con dos dedos.

—Y lo es a tal punto que tuviste que bajarle la térmica porque no soportabas el ruido, hasta que mami le compró los auriculares pero él se negó a usarlos, así que papi lo echó de casa y ahora tiene denuncias por ruidos molestos de todos sus nuevos vecinos…

—Ay, ¿cómo sabés?

—Soy brujo.

—¿Tirás las cartas?

—No, yo las cartas las guardo —responde riéndose solo mientras suelta el oficio.

—Ay, esos chistes… —sufre Jean sin levantar la vista del poder que lee y firma.

—A Johnny no le gustan mis chistes. ¡Ey, Juancito Caminador! ¡No te dan risa!

—Soy Jean. Es otro de sus chistes —explica el abogado mientras con un gesto de anticuada firmeza galante le entrega el poder firmado a la secretaria y le recibe la carpeta.

—Ya es una carpeta —comenta Jean y la lee. La secretaria les prohíbe copiarla. El Égar pispea. Se trata del accidente con la combi en el que murió el baterista. —El hermano de la Rocka te inició una causa penal por homicidio culposo —le explica Jean en un susurro. Sigue leyendo y comienza a indignarse: —¿Qué? ¿Lo citaron a la audiencia de descargo?

—Sí, doctor. Es hoy, aquí, ahora. Yo le tomo la declaración.

—¿Y la instrucción dónde está, cuándo fue? ¿Se la saltearon? Tome nota. “Su Señoría: Yo, quien suscribe, Edgar Alan Benítez, por la presente declaro que en vista de la irregularidad del presente proceso en cuanto a los tiempos y modos procesales que la ley estipula, me niego a declarar y solicito una nueva audiencia en un plazo prudencial”.

—“Presente presente”, “proceso procesales”. No firmaré esa redundancia, ja ja.

—No es una canción, amigo. Te estoy salvando el pellejo. Alguien que te tiene mucha bronca te está haciendo esto. ¡No lo pueden llamar así entre gallos y medianoche a que declare! No se hacen así las cosas, señorita. Hay que reunir pericias del siniestro…

—Fue decisión de la fiscal —responde ella sin mirarlo con su mejor cara de nada.

Jean se exalta, se desespera. Su indignación arde en ira genuina. Pero mantiene la compostura ante la secretaria. Lo sabe bien: el que se enoja, pierde. Mientras tanto, al Égar le pasa algo que no es nuevo para él: su alma absorbe la furia sorda de su abogado. El fuego crece hasta despertar a su yo superior: Elégarr, el dragón. Tiembla el Quijote de bronce. Pierde equilibrio su libriana figura y se rozan las costillas de Rocinante contra las ancas del jamelgo del escudero. Jean y la secretaria se aterran. En pleno temblor, irrumpe desde el pasillo como un toro un hombrón jadeante de furia.

—¡Doctor!

—¡Gabriel!

Es el baterista de Nigredo resucitado: los mismos hombros anchos, enfundados en un traje. Otros ojos. Le refulgen de odio mientras arroja sobre el escritorio una carpeta que derriba a los personajes cervantinos. Lo mira, rígido, a punto de abalanzarse y pegar.

—No tiene perdón de Dios lo que le hiciste a mi hermano.

—Fue sin querer. Fue un accidente.

—Doctor, usted no puede entrar así.

La secretaria llama a Seguridad. Dos vigilantes enormes entran y se llevan a Gabriel, cuyo físico de rugbier zaguero les complica su trabajo. Logran arrastrarlo. Al rato, el Égar oye gritos de dolor, ahogados por un estrépito surgido desde las entrañas del palacio. La secretaria sale corriendo a ver qué pasó. Jean aprovecha su ausencia para fotografiar con su teléfono el expediente completo, que ahora incluirá unas fojas más.