Soñé con una civilización perdida que honraba a la noche. Y escribí un texto sobre esa civilización sin cartografía que se llama Janofles -en mi texto la ciudad se llama así- donde todo sucede en la noche: los guerreros suspenden las batallas con las primeras luces, nadie nace al alba, los campos brillan en la oscuridad, se llenan de manos que la invaden en la cosecha nocturna.

Más tarde, viajé.

Al regresar, con la prevención de evitar la noche en la ruta, notamos cómo la oscuridad se nos venía encima muy rápido, y recordé que a mi madre le gustaba hablarnos “del día más corto del año” –solsticio de invierno- sin que yo pudiera saber por qué razón a ella le interesaba tanto. Pero la tarde del regreso se presentaba oscura por acción de una tormenta que descargó toda su furia sobre el campo, sin rastros de su formación ni registro en las plataformas o aplicaciones de los teléfonos, esas que muestran la imagen satelital avanzando cromáticamente en una paleta de colores que nunca entiendo muy bien, y que esta vez había fallado, había perdido una batalla contra la realidad.

De no ser por la incidencia del fenómeno en el viaje, ese fallo me caería bastante simpático.

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Los poetas de Janofles dedicaron su arte a la luna y a las estrellas. Lo quieto, lo húmedo, eran su energía. Goethe plagió el primer verso del “Decálogo” de la biblioteca de Janofles. Escribió: “en el crepúsculo, todo lo cercano se aleja”. A Borges le gustaba mucho ese verso, tanto, que lo usó para dar forma a una de sus conferencias que pasaron al libro con el título: “Siete Noches”, en 1980. Pero ya le gustaba en su juventud; estoy seguro de haberlo leído cronológicamente (antes) en su obra. Incluso hay un verso de Borges que trabaja en el mismo sentido: “En el cielo es de día, pero la noche es traicionera en las zanjas” (“Último Sol en Villa Ortúzar”, de Luna de Enfrente, 1925).

Ahora regreso al primero de los versos y a la conferencia. Es seguro que no solo se habla del crepúsculo, ni de las cosas que se alejan. La sombra es también la vejez o la muerte, la “suprema distancia”.

Esa noche es la que ronda. Y, en mi viaje particular, la vi asomarse en una literal encrucijada.

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La lluvia se había tornado caudalosa, inundaba la ruta; la experiencia del conductor y su pericia se pusieron a prueba. A la altura de Baradero, ya no se veía nada. Nos detuvimos en una estación de servicio. Debajo de un techo improvisado vimos cómo el campo se anegaba. La autopista se había convertido en una línea de luz blanca, un arcoíris de colores empalidecidos por la bruma.

Cuando paró un poco de llover, volvimos a subir a la ruta. La espera, los cambios sucesivos en el clima, el viento que ya traía el aguacero, nos obligaron a una nueva escala más adelante; una escala imprevista solicitada por mi hijo menor. Con la urgencia del caso, resolvimos salir hacia el Parador de San Nicolás. Ahí no caía una gota. Yo sabía que en San Nicolás no iba a llover. ¿Cómo? No puedo explicarlo. Tengo ciertas intuiciones. Y recuerdos de la ciudad y de otras noches; una noche que empieza en el inconsciente y transcurre en otras rutas, leyendo, a la luz tenue del interior del auto de mi padre siempre en viaje, estudiando incluso, repitiendo lecciones para el lunes, o bien escuchando música y oyendo los radioteatros de la compañía “Las Dos Carátulas”.

Mientras fumo de frente hacia las luces pienso que, a unos pocos quilómetros del Parador, esa ciudad me espera. Tengo ganas de entrar en ella. Me pregunta por la noche de las noches, una única noche que es como la del Alacorán (otra vez la relectura de Borges) en la que se abre el cielo y el agua de los cántaros es más dulce…Termino el cigarrillo y fijo la vista en la ciudad allá arriba. Siento que, en la encrucijada, se forman preguntas esenciales, cuyas respuestas habrá que postergar.

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Ha llovido mucho más después de aquella noche, de aquel viaje. He vuelto a leer. He necesitado una prosa bien elaborada, un ritmo y unos procedimientos que se deshacen y rehacen constantemente, que dirigen un sueño, que se arman con materiales disímiles como las pinturas de Arcimbaldo, para liberar el sentido y hacernos creer, a los lectores, que estamos vivos en el lenguaje; que la historia cuenta menos que el lugar y las palabras. Y que las frases, las escansiones, son lo que valen. En definitiva: la noción insuperable de texto.

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Ese don me lo ha otorgado Antonio Tabucchi en uno de sus últimos libros en el que retorna a los relatos breves. “El tiempo envejece de prisa”. Así se llama el libro. Pero quizá lo más importante, lo que me llevó a reflexionar sobre la noche, la vida y la muerte, la oscuridad y el recuerdo, haya sido el epígrafe que, según el autor, se ha extraído de un fragmento presocrático atribuido a Cratilo. Dice así: “Persiguiendo la sombra, el tiempo envejece de prisa”.

En otro relato del libro, subrayo: “Que presente puede hacerse la noche, hecha de sí misma, todo espacio le pertenece, se impone con su mera presencia.”

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Según mi parecer, Bruce Chatwin pensó en Janofles. Y escribió esbozos en sus libretas Moleskine, las que todavía están por exhumarse. En estas puede leerse que el último rey de Janofles dispuso que las mujeres administraran la ciudad; pero los viejos burócratas derrocaron al rey y derogaron sus mandatos. Expusieron a las mejores funcionarias a la luz terrible del día.

Recuerda a un poeta llamado Estrión o Estirón que escribió, acerca de un muro, “supiste del sol que quemó la piel de la mujer que amaba/ en la sombra hundes tu cabeza ahora/ en la muerte, en el pecado de mí.”

Janofles se convirtió en una civilización diurna, monoteísta y ordenada.

Desapareció.